La primera civilización que utilizó una instalación parecida a nuestra actual ducha fue la griega. Esta cultura desarrolló estructuras que bombeaban agua hacia dentro y fuera de salas grandes para baños comunales. Tales construcciones se descubrieron en excavaciones de la actual Turquia.
Los romanos también continuaron con esta costumbre, aunque tras la caída de su imperio y el surgimiento del Cristianismo, la higiene se convirtió en un tabú religioso: la Iglesia consideraba que bañara era un lujo innecesario y pecaminoso, así esta práctica fue abandonada casi por completo desde la Edad Media (siglos XI a XIII a.C.) hasta la época victoriana (siglo XVIII).
Afortunadamente, los avances en la ciencia durante el siglo XIX rescataron las bondades del baño frecuente y su valor en la higiene personal. Diversos estudios demuestran que la piel posee un pH ligeramente ácido, lo cual impide que bacterias, virus y otros gérmenes puedan dañarla.
Los Especialistas recomiendan ducharse sólo una vez al día debido a los daños dermatológicos que pueden provocar los productos para el aseo, pues algunos alteran las propiedades normales de la piel.
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