Pintor, escultor, ingeniero, anatomista, arquitecto… Todo le interesaba y lo investigaba a fondo. Era, en definitiva, como percibieron enseguida Ludovico el Moro y Francisco I de Francia, sus dos grandes tutores, el consejero perfecto que cualquiera pudiera desear.
Y es que la vida para el maestro Leonardo Da Vinci constituía un reto permanente. Creía, sobre todo, en la experimentación, en la cosa y no en la idea de la cosa. Hacer algo comprendiendo exactamente lo que se está haciendo, fue su motor e ideal.
Para entenderlo basta con imaginar cómo sería su equivalente en la actualidad. Supongamos que el mejor de los ingenieros especiales fuese a la vez el más fino de los dibujantes electrónicos, uno de los principales microfisiólogos, el más avanzado de los físicos atómicos y un arquitecto en computación. Pensemos también que en sus ratos libres este hombre excepcional, resolviese graves problemas de microscopia electrónica, modelase y proyectase imágenes por computadora, trazase redes de canales y pudiese pintar los más extraordinarios retratos del conocimiento y la investigación, facultades que lo convirtieron en un gran genio del Renacimiento.
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